“… cabría pensar que, si los estados invierten tanto en la educación de los ciudadanos, esto debería tener consecuencias benéficas en los comportamientos de las personas”.

 

Compruebo cada día con cierto pavor que vivo en una sociedad donde tenemos la mala costumbre de insultar y etiquetar a las personas. En muchos ámbitos sociales se suele colgar el «san Benito», un signo de infamia que suele ser bien explotado por desalmados que buscan su propio interés denigrando a los demás. Quien haya tenido la mala suerte de ser etiquetado socialmente, sabe el esfuerzo y el sufrimiento que conlleva querer despegarse de tal ignominia. Es verdad que quienes buscan acabar con este tipo de afrentas siempre piensan que este problema se arregla con la educación. Hay que educar para lograr un mundo mejor. Este es el reto de las sociedades democráticas y plurales de nuestro entorno cultural. Es por eso que los Estados legislan para que la educación sea obligatoria y gratuita durante un buen número de años. Desde la escuela infantil hasta la universidad transcurren unos 20 años en los que muchas personas han estado recibiendo formación. Con este dato cabría pensar que, si los estados invierten tanto en la educación de los ciudadanos, esto debería tener consecuencias benéficas en los comportamientos de las personas. Sin embargo, comprobamos que el paso por la enseñanza primaria, secundaria y universitaria no acredita el hecho de que los valores humano-sociales estén aprehendidos en el interior de las personas.

Nos deberíamos preguntar qué está pasando en el seno de nuestra sociedad occidental, en la que el mundo de los valores se torna cada vez más deficiente. En el panorama diario no faltan las noticias llenas de guerra y crueldad, los vomitivos calificativos denigratorios que circulan por las redes sociales y se evidencian en las televisiones con tertulianos y políticos que haciendo uso de su libertad profieren insultos y degradan la dignidad de quienes se sitúan fuera de su marco ideológico. Cada vez más asistimos a una escalada de injusticias en todos los ámbitos de la vida social. Esto nos debiera interrogar a todos.

Si la educación es el valor que propugnamos como garante de mejora social, sería bueno preguntarnos cómo estamos educando. En los procesos educativos se establecen relaciones que revisten una gran complejidad. En la familia, en la escuela, en el trabajo y en todos los escenarios sociales se producen relaciones comunicativas que producen afectos y desafectos, amores y odios, generosidad y egoísmo… todo lo pensable e imaginable, bueno o malo puede ocurrir cuando vivimos en sociedad. Partiendo de esta premisa, es lógico pensar que la educación puede surtir efectos positivos cuando aprendemos a conocernos por dentro, cuando tenemos herramientas que nos ayudan a desarrollar una personalidad equilibrada, cuando nuestra inteligencia y nuestra voluntad se construyen con el propósito de hacer el bien a los demás.

Educar no es una tarea exclusiva para que las personas se sitúen profesionalmente en la vida. Educar es mucho más que enseñar muchas matemáticas, biología o filosofía; educar es el proceso de hacerse persona dentro de la comunidad en la que se vive, aprender a respetar, suscitar actitudes y valores personales y sociales que permitan la fraternidad y humanización de la vida.

Publicado en El Periódico de Aragón el 23 de mayo de 2024.