“…las jornadas y encuentros rurales, las comisiones parlamentarias e, incluso, los congresos científicos sobre la despoblación, tienen como prioridad ser asertivos, convertibles en titulares y referencias citadas por pares, para mantenernos en un placebo complaciente.”

 

Analíticas incompletas

Llevar a cabo una analítica podría plantearse en muchos ámbitos, si bien lo más habitual es relacionarlo con la salud. “Nos los hacemos” para diagnosticar una cuestión que preocupa y, si procede, llevar a cabo una terapia que mejore la situación de partida.

Cambiando lo cambiable, ese esquema es trasladable a la acción política. Evaluar un reto buscando el mayor número de pruebas que verifiquen hipótesis plausibles, entenderlas de manera contextualizada para derivar una acción que nos mejore, debería ser un ejercicio habitual. Y no sólo por los políticos y gestores públicos, sino que todos, individualmente en tanto ciudadanos, y como parte de los diferentes grupos en los que nos integramos, deberíamos tener naturalizada esa mirada reflexiva sobre lo común. Cuestionarnos en qué se basan nuestras propuestas y las alternativas, qué prejuicios tenemos, los porqués y sus contraindicaciones, aprender de las experiencias previas, más de los fracasos que de los ensalzados éxitos, ser conscientes de los efectos secundarios si finalmente adoptamos esas medidas.

Sin embargo, la mayoría de los asuntos públicos carecen de ese elemental planteamiento. Como decía Emilio Lledó en una entrevista, no hay “amor a las preguntas…. (ni) necesitar los porqués”. En nuestro caso, las jornadas y encuentros rurales, las comisiones parlamentarias e, incluso, los congresos científicos sobre la despoblación, tienen como prioridad ser asertivos, convertibles en titulares y referencias citadas por pares, para mantenernos en un placebo complaciente. Así, los debates sobre las estrategias se marquetean en powerpoints efectistas con argumentos de autoridad, sin ningún tipo de dudas, y en mesas redondas con buen rollo los anecdotarios más que discutibles se elevan a casos de éxito, siempre que sean mediáticos y políticamente correctos. Se culminan los coloquios con una retroalimentación entre ponentes doctos en complejizar popularizando neologismos y unos públicos acomodados en la indignación, predispuestos a aplaudir a los políticos que inauguran todos estos foros que patrocinan, alfas y omegas sobre la cuestión, que, sin embargo, no tienen más remedio que dejar de atender una vez que agotan sus vacías presentaciones y garantizan ser cabecera de telediarios autonómicos. Quienes debieran ser notarios de esta espectacularización, los medios de comunicación, que si editaran una crítica deportiva reseñarían cáusticos el talento y el esfuerzo confrontados, se convierten en meras cámaras de eco, sin preguntar(se) por los fundamentos y la autenticidad de lo expuesto, por qué nadie es lo suficientemente inocente para sorprenderse por la desnudez, intelectual, impúdica, de los estrados.

Desde la universidad tampoco hemos hecho mucho, es mi percepción, por combatir esta banalización de la despoblación. Deberíamos, creo, haber sido más exigentes en demandar analíticas con filtros teóricos y empíricos sobre lo que se prescribe, que los datos e informaciones fueran consistentes, y, tanto o más, transpiráramos compromiso al investigar, desmenuzando con cuidado las hipótesis y radiografiando el alma de las evidencias.

Por otro lado, internamente, como alma mater, deberíamos reflexionar sobre la displicencia con la que los universitarios consagrados a la investigación básica, aupados en sus publicaciones, evalúan a quienes afrontan estudios aplicados con unas metodologías menos formalizadas y más imprecisas, más misioneros que teólogos, heterodoxos ante los sanedrines editoriales. No son excluyentes ni dicotómicas las distintas formas de investigar, al contrario, se refuerzan, porque desde el estudio de las experiencias concretas y retos vigentes se corrigen y amplían los contenidos más conceptuales, y sin una buena teoría las preguntas no consiguen hilar explicaciones, quedarían en meras descripciones sin profundidad. Se trataría de puentes bidireccionales por los que circularan buenas conversaciones, de modo que “las dos culturas” de Snow se reconocieran y gustaran.

En consecuencia, para alcanzar ese reequilibrio debería superarse una hipertrofia curricular asociada a las publicaciones, buena en sí misma, pero incompleta en la medida que no desemboca en transferencia hacia y desde el mundo real, lo que en la despoblación es clave. Las discusiones que mantenemos los investigadores son ininteligibles para quienes conviven en pequeños pueblos y cada día encaran sus desafíos. En sus horizontes, las resiliencias se llamaban rasmia, les suena raro lo de los empoderamientos, no entienden de co-workings y co-livings, pasan del smart-growth, y desconfían de los nómadas digitales, que nunca se comprometen, porque desdeñan tanta palabrería esotérica. Son expresivas las caras, espejos del alma, cuando en conferencias y jornadas les cuentan correlaciones estadísticas y diagramas multigrado para describir su cotidianidad… he sido testigo más de una vez de ese dislate de expositores muy pedantes. Recuperar, me gustaría, como ya dijo hace mucho tiempo Keynes padre en 1890, “el arte perdido de la economía”, para puentear lo positivo y lo normativo, lo que es con lo que debería ser.

Siguiendo con el símil médico, se trataría de abandonar pseudoterapias inspiradas en prototipos ideales, inexistentes pero elegantes en su formalización, y “bajar” al suelo accidentado y fértil en que se encuentran los retos concretos, para aprender de las vivencias enraizadas y reconocer los desajustes de nuestras prescripciones, responsabilizándonos de lo (no) sucedido con planes, directrices, leyes y medidas. Se trataría de trabajar artesanalmente con sentido y sensibilidad, con el compromiso que, como investigadores, requiere la comunidad en la que estás. Sencillez y dificultad suelen ser parejas.

En todo este cambalache se entiende porqué triunfan las pseudoterapias de la despoblación (rebajas fiscales y dopajes presupuestarios, infraestructuras a tutiplén, turistificación sin reparos, renovables con burbujas, ciberutopismos que adelantan el futuro) y el adormecimiento social con tantos placebos mediáticos.

La reciente Ley 13/2023, de 30 de marzo, de dinamización del medio rural de Aragón, aprobada sin votos en contra, ejemplificaría todo ello.

Frente a ella, se propone un giro radical en la forma y fondo como abordar la despoblación rural, dentro de un enfoque sistémico y humanista del desarrollo rural.

Teniendo en cuenta el debate de los investigadores, en torno a modelos de desarrollo neo-endógeno en los que se reconoce la relevancia de elementos intangibles y cómo se han desenvuelto las políticas que han estado vigentes o se han diseñado por Comunidades Autónomas, Diputaciones Provinciales, redes de proyectos europeos, Ayuntamientos e incluso últimamente el Gobierno nacional, se plantean una serie de propuestas en dos niveles. En el más general, afectarían a los objetivos y al enfoque, dando un nuevo sentido al conjunto de las políticas y su instrumentación. En un segundo nivel, que se expondrá en el subsiguiente epígrafe, se introducirán una serie de aspectos más concretos de carácter operativo.

 

Para una política que dinamice lugares de baja densidad: planteamientos generales.

 

“Una problemática tan compleja como la despoblación requiere una aproximación diferente a la que viene siendo habitual en España por parte de políticos y partidos, en la que los desafíos importantes siguen siendo enfocados de manera sectorial, unidimensional, en comisiones cerradas de expertos con un perfil muy similar, convencidos del papel taumatúrgico de los boletines oficiales y resumibles en partidas presupuestarias, con el lema de que “más presupuesto siempre es mejor”.

 

Son dos argumentos que, aunque tengan apariencia meramente formal, son muy determinantes de su eficacia, pues las distorsiones que surgen cuando no se tienen en cuenta han sido una de las principales causas de la escasa eficacia de las políticas contra la despoblación. En primer lugar, sería la necesidad de redefinir su objetivo, reflexionar sobre cuáles han de ser las metas para regenerar un territorio de baja densidad y pequeño tamaño, y, en segundo término, la inevitabilidad de cambiar la forma de hacer política al respecto, pues su complejidad y urgencia lo exigen.

La primera de ellas, sobre los objetivos que debieran perseguirse, tiene diferentes planos a discutir que, aunque interrelacionados, abordamos separadamente. En principio, en cuanto a sus fines, la despoblación suele definirse con relación a un número de residentes más elevado de algún momento histórico previo del núcleo o del territorio del que forma parte. La valoración de aquella situación pasada de manera inapelable como más deseable, sin evaluar su nivel de vida y en qué grado las personas eran autónomas, capaces y relevantes, presupone una identidad entre población y bienestar nada sencillo de justificar ni analítica ni empíricamente, a pesar de su aceptación casi unánime. Este sorprendente consenso acrítico se apoya muchas veces en nostalgias embellecidas en las que “cualquier tiempo pasado fue mejor” (sobre todo si apela a recuerdos de niñez y juventud de quienes los vivieron o de la primera generación en recibirlos en herencia) y otras en prejuicios natalistas. En ambos casos, fundamentos poco rigurosos, apenas resistentes a un contraste no sólo de racionalidad analítica sino también de razonabilidad y experiencia práctica.

Con relación al futuro, tampoco hay fundamento para justificar la superioridad de una determinada cifra de población, que el crecimiento demográfico sea deseable per se. Fijar el aumento de habitantes como meta de una estrategia territorial, cuando las tendencias previas y las previsiones son reiteradamente contrarias, puede conducir a absurdos, a frustración y a políticas, cuando menos, equivocadas, dada su inviabilidad como objetivo generalizable en un entorno rural periférico y sus riesgos, dado el más que probable colapso medioambiental.

También, desde cuestiones de tipo más metodológico, tratar de recuperar o mantener un determinado número de habitantes en una población o territorio como objetivo preferente puede inducir a planteamientos erróneos. Porque el número de habitantes de un lugar no es en sí mismo causa de nada, aunque tenga innumerables consecuencias relevantes interdependientes y se retroalimente, sino más bien al contrario. Es síntoma de otras circunstancias de gran calado, fundamentalmente el menor bienestar que experimentan sus residentes, resultado, subjetivo, a su vez, de un conjunto variado de circunstancias sociales, geográficas, económicas, inercias históricas y, sobre todo, formas de apreciar la vida, que hay que considerar conjuntamente, y que suelen ser muy complicadas de tratar aisladamente. Así lo demuestran los abundantes casos frustrados en Aragón en que se buscaron urgentemente personas para repoblar un lugar (Aguaviva, Castelnou) en el que existía trabajo, vivienda, pero sin atender a las condiciones complementarias que estructuraban ese entorno difícil ni sus expectativas. Lo mismo con la implantación de negocios generadores de empleo a base de subvenciones y tratos fiscales favorables que, sin embargo, carecen de vínculos en la economía local y de responsabilidades sobre su ciudadanía, apenas supervivientes al cabo de un tiempo.

Como decíamos al inicio, con relación a las estrategias frente a la despoblación también es precisa una segunda reconsideración de carácter general relativa a la forma de hacer política, lo que sería una nueva gobernanza. Una problemática tan compleja como la despoblación requiere una aproximación diferente a la que viene siendo habitual en España por parte de políticos y partidos, en la que los desafíos importantes siguen siendo enfocados de manera sectorial, unidimensional, en comisiones cerradas de expertos con un perfil muy similar, convencidos del papel taumatúrgico de los boletines oficiales y resumibles en partidas presupuestarias, con el lema de que “más presupuesto siempre es mejor”.

Una nueva forma de gestionar la cosa pública debería introducirse de forma natural pero radical y orgánica en la política española, de manera más intensa sobre la cohesión territorial y el desarrollo local. La Comisión Europea podría servir en su forma de hacer política como referencia de ese cambio de estilo con su visión estratégica y de largo plazo cuando plantea sus medidas, donde los procedimientos legislativos son informados, discutidos, transparentes, participativos y evaluados. Se inician con debates largos bien documentados por expertos cualificados, unos con base en conocimientos teóricos, otros en experiencias prácticas, abundando los que combinan ambos flancos, que dan pie a publicaciones que sirven de estado de la cuestión y punto de contraste, los famosos Libros blancos y Libros verdes. La contraposición entre posiciones diferentes no termina nunca, sea cual sea la etapa, siempre con espíritu constructivo, apelando a razones justificadas, considerándose un activo esencial de la estrategia. Hay una metodología evaluadora consistente y adaptada al contexto que se efectúa, en sus tres fases, ex ante, durante, y ex post, y no sólo en sentido contable y legal, sino estratégico. La rendición de cuentas es inevitable, también para realimentar un aprendizaje basado en la experiencia, que tenga utilidad reformista.

Como decíamos, esta forma de abordar los temas escasea en la política española, muy extraña en cualquiera de sus niveles administrativos. Lo que origina que la calidad de las normas, programas y planes estratégicos sea cuestionable y adolezca de partida de una potencialidad más que limitada. También, la probabilidad alta de que su implementación sea incompleta e imperfecta.

En ese estilo alternativo de hacer política no sólo sería relevante su elaboración, sino que la posterior etapa de su gestión concreta pasaría a ser fundamental: cómo y quiénes la llevan a cabo, cómo actúan su capacidad y compromiso. La aplicación de unas normas que requieren estar armonizadas, bien encajadas por su complejidad e interdisciplinariedad, no puede ser algorítmica y amorfa, mera réplica de minuciosos planes, pues, además, los territorios despoblados en que se proyecta suelen ser muy diferentes entre sí, así como cambiantes los momentos históricos y coyunturas, imprevisibles por el legislador. Es importante seleccionar a las personas idóneas que van a liderar los planes frente a la despoblación y por el desarrollo rural. Quien se desenvuelve en el terreno concreto es tan importante o más que quien diseña la estrategia.

 

Propuestas concretas que dinamicen lugares en baja densidad.

 

“…abandonar una retórica victimista, reivindicativa de supuestas deudas históricas pendientes, más allá de que efectivamente estos territorios hayan padecido una periferización y sean intrascendentes para la vida política de las administraciones políticas a las que pertenecen y plantear, en cambio, un guion positivo sobre su futuro, que dé valor a las potencialidades del territorio y su gente, centrado en el atractivo de residir, y, especialmente, convivir en él.”

Se podrían condensar en siete ejes. En primera instancia, una actuación frente a la despoblación tendría que ver con el foco al que dirigir el plan, que ha de centrarse en los pueblos, es decir, núcleos de población, como espacio y comunidad protagonista que padece la desarticulación del territorio si bien su funcionalidad la adquiere en espacios más amplios según sus relaciones cotidianas laborales, comerciales, sociales, etc.; además, el enfoque a través del cual inspirar la estrategia a seguir, con base tanto en las teorías de los investigadores como en la praxis de los gestores públicos, debería ser transversal y sistemático, interdisciplinar e interdependiente, teniendo en cuenta el papel que desempeñan los mercados, los gobiernos y, sobre todo, los valores, al encauzar unas motivaciones compuestas y superpuestas de intereses, órdenes y persuasiones; en tercer lugar, plantear que sus metas dependan fundamentalmente de la valoración de las personas afectadas, eludiendo apriorismos tecnocráticos y populistas, y partir de debates bien fundamentados, es decir, que las personas vivan donde lo deseen; luego, más que optar por un sector específico o un modelo productivo detallado como fórmula de crecimiento, difícil de generalizar dada la diversidad de estos territorios y los cambios súbitos de coyunturas y tendencias, hay que promover un clima, una atmósfera de creatividad y emprendimiento, en la que surjan y enraícen iniciativas económicas y sociales eficientes y cohesionadoras, adaptables a contextos peculiares; entre los muchos factores que determinan el hecho de vivir en un sitio, ninguno considerable aisladamente, el más decisivo es el del arraigo y el compromiso personal en comunidades abiertas y acogedoras hacia quienes vienen de fuera, muy complicado de germinar de forma planificada pero que siempre guarda relación con la cohesión, autoestima y capital social del lugar, y va parejo a un aprendizaje creativo y consciente a lo largo de toda la vida, de modo que la cultura y el patrimonio local, material e inmaterial, las redes de apoyo y asociacionismo, no se vean como gastos, sino que redundan en la viabilidad de una comunidad como activos de gran valor; también, aunque resulte un principio de carácter más instrumental, es preciso para que una estrategia sea eficaz que se discrimine positivamente sólo de manera muy selectiva, como excepción más que como regla, de forma que se concentre más intensamente en aquellas zonas en situación demográfica más crítica por su tamaño, estructura de edades, y viabilidad económica y social del área funcional en la que se incluye.

Por último, como cuestión de fondo que englobaría todos los principios previos, y que implica un giro sobre la consideración de las áreas escasamente pobladas vigente hasta la fecha, sería el de abandonar una retórica victimista, reivindicativa de supuestas deudas históricas pendientes, más allá de que efectivamente estos territorios hayan padecido una periferización y sean  intrascendentes para la vida política de las administraciones políticas a las que pertenecen (sean regionales, estatales o europeas) y plantear, en cambio, un guion positivo sobre su futuro, que dé valor a las potencialidades del territorio y su gente, centrado en el atractivo de residir, y, especialmente, convivir en él.

Es un cambio de estilo, pero sobre todo conceptual, de mentalidad sobre cómo afrontar la despoblación reconociendo el valor de estos lugares, la capacidad de afrontarla por sus gentes, que son relevantes para trazar sus destinos.